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El Hombre de Piedra

En el barrio de San Lorenzo, uniendo la calle de Santa Clara con la de Jesús del Gran Poder, discurre una calleja larga y estrecha que recibe el nombre de  calle Hombre de Piedra. El motivo de tal denominación reside en que en ella, empotrada en una hornacina a nivel de la acera, puede verse una estatua de piedra, de borrosos relieves, que lleva allí varios siglos.

 

Para entender la leyenda es preciso que antes nos traslademos a la Plaza del Salvador; en la esquina de la calle Villegas con la plaza del Salvador, encontramos colocada en el esquina del muro de la iglesia una cruz de gran tamaño, a la que se denomina la Cruz de la Culebra por el antiguo nombre de la calle. Esta Cruz pertenecía al cementerio parroquial del Salvador que estuvo situado hasta mediados del siglo XVIII en la plaza del mismo nombre. Por orden del asistente Olavide, había tantas cruces en las calles de la ciudad que estorbaban el paso de peatones, carruajes y caballerías, por lo que pasaron a empotrarse en las fachadas de las calles e iglesias, como sucede con esta Cruz de la Culebra.

 

Bajo la Cruz de la Culebra podemos leer una lápida que reza, en caracteres antiguos:

El rey i toda persona que
topare el Santísimo Sacramento
se apee, aunque sea en el lodo
so pena de 600 maravedises
según la loable costumbre desta ciudad,
o que pierda la cabalgadura,
y si fuere moro de catorce años arriba
que hinque las rodillas
o que pierda todo lo que llevare vestido...

EL REY DON JUAN, LEY 11

 

Por esta lápida, colocada en la iglesia del Salvador, vemos la devoción (y obligación) que existía en Sevilla de ponerse de rodillas en el suelo cuando pasase el Santísimo Sacramento, aunque hubiera lodo por haber llovido; piadosa costumbre de la que no se libraba ni siquiera el rey ni los más altos caballeros, so pena de perder el caballo y pagar seiscientos maravedises de multa; y el que no tuviera caballo ni bienes, perder la ropa que llevase puesta.

Vista así, la reverencia con que se miraba al Santísimo Sacramento en tiempos pasado, volvamos a la barriada de San Lorenzo, en cuya calle Buen Rostro, (que como hemos dicho, era como se llamaba antes la calle Hombre de Piedra), había una taberna, allá por los años del siglo XV. Y sucedió que se encontraba en la taberna varios compadres, bebiendo vino, cuando se oyó venir por la dirección de la parroquia de San Lorenzo, el tintineo de una campanilla acompañada de un susurro de voces que rezaban.

Se asomaron los compadres a la puerta de la taberna, y vieron aparecer, en el comienzo de la calle, un reducido grupo de personas con velas y faroles, que iban acompañando al cura párroco, el cual portaba en las manos y apretada contra su pecho, la cajita del Viático en la que llevaba la Hostia para dar la última comunión a un enfermo.Al ver aproximarse la comitiva, los compadres de la taberna, aunque eran gentes poco religiosas, más dados al vino y al juego que a la piedad, interrumpieron sus conversaciones y se aprestaron a arrodillarse un instante mientras pasaba el Sacramento. Pero uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, que se tenía por valiente y era el matón del barrio, haciendo alarde de incredulidad para demostrar su temple ente los otros, dijo en voz alta:- Ea, hatajo de gallinas, que os arrodilláis como mujeres. Ahora veréis un hombre tener... . Y no me arrodillaré, sino que me quedaré de pie para siempre.Y en efecto permaneció allí para siempre, pues un trueno ensordecedor estalló sobre la calle, y sobre el impío cayó un rayo que lo convirtió en piedra, hundiéndole hasta las rodillas en el suelo. Allí permanece desde hace más de cinco siglos el pecador blasfemo que se atrevió a desafiar el poder de Dios.Por este ejemplar escarmiento, la calle Buen Rostro se llama desde entonces Hombre de Piedra, donde aún puede verse al testimonio de aquel terrible suceso.

 

Aclaración arqueológica: Actualmente la verdadera interpretación es que se trata de una estatua romana perteneciente a unas termas, que los árabes mantuvieron señalando unos baños públicos llamados “de la estatua” y que ha resistido hasta nuestros días las múltiples reformas sufridas durante casi dos mil años.

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